lunes, 10 de mayo de 2010

¿Justicia Divina? Quizás algún día...





Ante todo quiero decir que, a priori, no tengo nada en contra de ninguna religión, ni de sus representantes. Pienso que cada uno/a debe seguir su propio camino en el terreno de la creencia, de la fe. Pero, si tengo algo que decir, sobre la forma de proyectarse de algunas personas que, increíblemente, visten, o vestían, hábito religioso. Por la gracia de Dios, ea... eso si.


Mis primeros años de escuela transcurrieron en el edificio que albergaba a un grupo de religiosas. El centro educativo se llamaba concretamente: Religiosas Misioneras de la Inmaculada Concepción. Era un edificio de tres plantas con grandes ventanales, amplias aulas y un patio de tamaño más o menos adecuado. Una buena parte de las clases era impartida por monjas. Si, esas señoras que vestían hábito y que no se maquillaban, ni se depilaban. Que nos decían que estaban todas casadas con Dios (¿Con el mismo? me preguntaba yo inocentemente). Y me imaginaba al creador regocijándose de placer en el cielo, rodeado por centenares de mujeres bigotudas. Toda una estampa...

Mi relación con esas docentes (que no necesariamente, decentes...) era fría y tensa desde el primer día que pisé, involuntariamente, el lugar (recuerdo que tenían que arrastrarme hacia el interior, mi reacción se asemejaba a la del niño de la terrorífica película La Profecía, cuando veía una iglesia...). Pero me consta que era cosa mía, pues otras niñas parecían encantadas de la vida con las religiosas. No se qué explicación podía tener esa temprana aversión. Puede que fuera solo intuición (de la que ya andaba bien servida a mi corta edad) y presentía que me iban a putear a base de bien, o... se trataba del terrible recuerdo de una vida anterior.

Recuerdo ese denso olor... el olor de la escuela, de las aulas. El olor a material escolar mezclado con un cóctel de colonias infantiles, sudor, y el insistente aroma de los suavizantes para la ropa, especialmente los lunes.

Había profesoras que, aunque no eran tan estúpidas como algunas hermanas, tampoco daban de si lo esperado de alguien que se dedica a la enseñanza. Menos mal que mi padre, que ya no vive, nunca fue consciente de que pagaba una buena suma de dinero cada mes, para que su hija recibiera una, represiva y penosa, educación.

Cuarto curso de E.G.B. fue lo peor de mi vida por aquel entonces. La tutora del curso (que curioso que tutora y tortura tengan casi las mismas letras...) era una monja de mediana edad, aunque quizás no era tan mayor, pero con estas féminas... ya se sabe. Alta, corpulenta, rostro muy dilatado, ojos grandes, gruesas cejas... La hija de su madre, que evidentemente no fue novicia, o eso creo... se hacía llamar Mercè. Desde el primer día hubo lo contrario a "feeeling" entre ambas. Yo creo que reflejaba en ella algo que no le gustaba de si misma, y vomitaba en mi, toda su mala leche, con el permiso de Dios, por supuesto. Hoy en día, esa mujerzuela estaría entre rejas por el trato vejatorio que me dedicó. No fue un trato severo, que lo hubiera aceptado. Fue gratuitamente vejatorio sin más, despiadado, agresivo verbalmente, carente de sentimientos, es decir: un maltrato en toda regla. Francamente esperaba algo más de alguien que oraba varias veces al día. Sus más finas, y constantes, lindezas verbales eran del tipo: "Eres una idiota" o... "una gamberra"... En fin, el resto del repertorio era similar, e incluso peor. Y si lloraba, porqué se pasaba tres pueblos conmigo, me decía (y hacía saber al resto de alumnas) que lo mío eran "lágrimas de cocodrilo"... Hay que ser hija de la gran puta... perdón (me he santiguado 3 veces, lo juro por Snoopy).

Pero lo peor sucedió con la puñetera costura. El hilo y la aguja no eran de mi agrado, en parte porqué no veía muy bien y nadie me hacia caso cuando lo comentaba, y porqué, instintivamente, sabía que eso no era un aprendizaje estrictamente necesario. Así que todo sumaba. La beata en cuestión, "lista" como era ella y aplicando su "gran dosis de inteligencia" decidió que yo debía aprender a coser como fuera, el como fuera, era... de forma literal. Lo que hizo fue castigarme, castigarme y... castigarme, encerrada en el aula durante casi todos los recreos del curso, y cosiendo si... o si. Ese curso prácticamente no pisé el patio de la escuela. Y como la muy malvada no tenía suficiente, a veces, si la señora lo consideraba oportuno, me retenía en clase a la hora de salir a comer, y me castigaba nuevamente. E invariablemente, siempre con un trozo de tela, con su kit correspondiente, para que aprendiera no se qué tipo de punto. Dios, si existe, sabe lo que hubiera hecho con ese maldito alfiler... Al final tenía que subir mi padre a la clase a buscarme, con la correspondiente humillación que para mi suponía, que me viera llorando ante ese, ya sucio, trapo, sin saber que hacer con él.

Me consta que la ojeriza era única y personalizada. Otras niñas casi la adoraban, quizás la encontraban algo estricta, mandona y un poco soberbia, pero nada más. Conmigo, inexplicablemente, desató toda la furia que llevaba dentro. En la actualidad, y psicoanalizándola despiadadamente, diría que quizás actuaba así por no haber podido ser una mujer deseada por un hombre de carne y hueso, ya que una cosa tengo clara: no hacía falta ser muy astuto para darse cuenta de que a esa mujer le iba la marcha. Pero en lugar de dar rienda suelta a la pasión con un marido (o amante) bien armado, se entregó a un ser etéreo, supuestamente perfecto (sin cuerpo físico, y que por tanto no la podía complacer...) que habita en los cielos, y que para más i.n.r.i., practica una rara poligamia. Si tenía problemas sexuales se podría haber comprado un consolador y dejarme a mi en paz. Pero claro, era más fácil amargar la existencia a una, pobre y desprotegida, criatura que admitir que, quizás, el hábito no hace al monje... Perdón, a la monja, aunque con ese careto bien podría haber sido un monje. Bueno ahora que lo digo igual hasta era un señor, quien sabe. Ello explicaría esa sombra negra sobre su labio superior y ese vozarrón de camionero...

Doy fe de que, como era de esperar, no aprendí a coser. Tengo 43 años y no se dar una sola puntada en condiciones, pero no me preocupa en absoluto. Solo puedo agradecer, a este personaje sin escrúpulos, que, en su ejercicio de acoso y derribo de mi ego, colaborara en hacer de mi una persona más fuerte internamente, a través del sufrimiento que me hizo experimentar, a mis escasos nueve añitos de edad.

Además de mala persona, era una inepta para la pedagogía. Peor imposible.


Roser


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