miércoles, 28 de abril de 2010

Los (auto) engaños de la era virtual




¿Quién necesita 5.000 amigos en Facebook?...


Si por desgracia tuvieras un grave problema ¿Cuantos de ellos se brindarían a darte un buen (y sincero) consejo? ¿Quién te escuchará cuando tu alma llore? ¿Qué amigo está ahí disponible a "full time" para cuando lo precises, a cualquier hora y en cualquier lugar?... Seguro que, de varios supuestos centenares de camaradas en tu haber, muy pocos sobrevivirían a la hazaña...

El nivel de inseguridad de una persona, se podría medir, entre otras cosas, por la cantidad de amistades que desea tener a su alrededor. Y, creo, que casi todos hemos querido, alguna vez, tener un abanico de amistades amplio y surtido. Pero la realidad se impone y es otra.


Aunque claro, quizás lo que muchos desean, es simplemente: popularidad, hoy en día tan en boga. Necesidad de reconocimiento que, después de todo, no deja de ser un sustituto de la desmedida, y a menudo ya imposible, atención de mamá...


Roser


Golondrinas... siempre vuelven. El poeta tenía razón.


Hace semanas que oigo, nuevamente, trisar a las golondrinas cerca de mi ventana. Su canto evoca en mi recuerdos de niñez...

En aquellos tiempos detestaba casi todo lo que tuviera que ver con la escuela: monjas, profesores, compañeras criticonas...

Aunque, para hacer honor a la verdad, he de decir que también viví entrañables momentos de complicidad en aquel lugar. Hice algunas amigas, pocas, ya que es menester para ser verdaderamente amigos, cierta exclusividad, lo contrario es dispersión, por tanto, léase... poca profundidad. Pero haberlas, las hubo.

Odiaba, a muerte, mi uniforme a cuadros en tonos grises y aquella insulsa bata, que por cierto he de decir, que nunca comprendí, porque una pieza textil, diseñada para evitar ensuciarse, debía ser de color blanco. Quizás mi sentido de la lógica solo era diferente...

Así que cuando las golondrinas pasaban, desafiantes, frente a mi balcón, haciéndome escuchar su voz... sabía que ya casi había llegado el momento de volver a vestir ropa de colores, de sentir los cálidos rayos del sol, de disfrutar de las deseadas vacaciones.

De vivir en definitiva.



RIMA LIII

Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a sus cristales
jugando llamarán.

Pero aquellas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha a contemplar,
aquellas que aprendieron nuestros nombres...
¡esas... no volverán!.

Volverán las tupidas madreselvas
de tu jardín las tapias a escalar,
y otra vez a la tarde aún más hermosas
sus flores se abrirán.

Pero aquellas, cuajadas de rocío
cuyas gotas mirábamos temblar
y caer como lágrimas del día...
¡esas... no volverán!

Volverán del amor en tus oídos
las palabras ardientes a sonar;
tu corazón de su profundo sueño
tal vez despertará.

Pero mudo y absorto y de rodillas
como se adora a Dios ante su altar,
como yo te he querido...; desengáñate,
¡así... no te querrán!


Gustavo Adolfo Bécquer





martes, 27 de abril de 2010

Esquelas y vías férreas



Tanto daba si había sido un buen, o un mal, día en mi propia crónica personal. Cada jornada, el diario La Vanguardia, hacía acto de presencia en mi hogar.

No leía las noticias más allá de los titulares. Pensaba que todo era muy complicado para mi mente infantil. Pero curiosamente había una sección del periódico que me atraía enormemente y siempre era objeto de mi atención: las Necrológicas.

Repasaba las edades de quienes dejaban la existencia temiendo encontrar algún alma tan joven como yo... Normalmente quienes aparecían en esta página eran personas maduras, aunque, desgraciadamente, comprobaba como de vez en cuando, un niño o adolescente nos privaba de su presencia en el mundo de los vivos, y ello dejaba en mi todo un rastro de preocupación, ya que pensaba que, cualquier día, mi nombre podía aparecer también ahí.

Llegó un momento, de esta, mi extraña afición, en que anotaba el sexo de los difuntos, y calculaba la media de la edad de los que allí aparecían, creando así una tétrica estadística, muy poco propia de una niña de, aparente, candidez... Normalmente, la esperanza de vida, era hasta edad muy avanzada y no había de que preocuparse. Aunque claro, con estas cosas... ya se sabe, solo era cuestión de tiempo.

Supongo que, con esta temprana experiencia, empecé a ver la vida como una carrera contra reloj. Con la sensación de que el tiempo se escapa desde el primer momento de aliento, y de que en cualquier instante, tu nombre puede aparecer, en un público acto póstumo, en tan temida sección de un medio informativo.

Viví mi adolescencia y juventud a gran velocidad, pero llegada a la treintena puse el freno de mano y todo comenzó a sucederse lenta y pausadamente, como si ya no hubiera prisa, como si la vida me obligara a una parada obligatoria en mi camino.

He estado más de una década esperando en mi particular estación. Han pasado algunos trenes. Unos paraban, otros no. Yo siempre estaba ahí, pendiente, sentada, con la maleta preparada. A veces una de esas impresionantes máquinas me llamaba mucho la atención y deseaba subir pero, aunque esta abría sus puertas, no se detenía frente a mi, solo pasaba fugazmente ante mis ojos. Tenía que dar un salto y acertar de lleno para entrar por la abertura y no estamparme contra el duro metal. Al final el miedo me paralizaba y el tren se perdía en el infinito, dejándome, de nuevo, en el silencio de mi andén.

Pero todo aquello quedó atrás. Ahora escribo desde el interior de mi propia locomotora. De esta máquina, que yo misma inventé. Desde el tren de mi vida, hecho a mi imagen y semejanza.

Aunque no puedo evitar, alguna vez, ojeando el ejemplar del rotativo diario, repasar la sección de la despedida...


Roser








lunes, 26 de abril de 2010

Tarde de encierro



Era una tarde de domingo al principio del verano. Ni mejor ni peor que cualquier otra. Yo era una enana de poco más de seis años, tu una casi adolescente, de doce, lo que a mis ojos, te otorgaba cierta autoridad. Recuerdo bien tu aspecto: pelo corto moreno, tu nariz desproporcionadamente pequeña respecto a tu ancha faz, tus ojos oscuros, tu complexión fuerte. Eras muy poco femenina y poseías un carácter de mil demonios. Te llamaban Susi, aunque nunca comprendí como un nombre, que parecía un dulce diminutivo, se asociara a alguien tan perverso como tu.

Como otras tantas veces subimos al desván a curiosear. Me gustaba mucho entrar allí y descubrir recuerdos de tus ancestros.

Mientras hacías girar la llave, sentía, impaciente, el clamor de esos recuerdos agrupados que allí aguardaban nuestra visita.

El olor de aquella pequeña estancia era casi hiriente. Un penetrante aroma a humedad que lo invadía todo.

Las cajas, amontonadas contenían objetos antiguos que nadie parecía echar de menos. Siempre había algo con lo que distraerse: unas fotos, unos zapatos, un vestido, un sombrero... Nos disfrazábamos y nos mirábamos en un viejo, y manchado, espejo colgado en la pared. Que bien me lo pasaba toqueteando, probando, abriendo, cerrando... Descubrir algo nuevo, esa era mi diversión. Soportaba ese desagradable olor con tal de satisfacer mi enorme curiosidad.

Entonces apareció esa caja llena de viejas barras de labios. Todas ellas en tonos rojos, desde un naranja bermellón hasta el oscuro burdeos. Desprendían un aroma agrio y extraño, pero aun y así, las usábamos en nuestras tiernas bocas para acercarnos al aspecto de señoras de una época pasada. Parecíamos unas improvisadas madammes. Un par de muñequitas jugando a ser mujeres. Imaginando quizás, que algún día nuestros labios femeninos realmente lucirían un carmín encendido en todo su esplendor.

Estaba entretenida con mi recién descubierto arsenal de maquillaje cuando, sin mediar palabra, te fuiste. La puerta se cerró tras de ti. Oí como la cerrabas con llave desde el exterior. Pensé, inocentemente, que era una simple broma instantánea y me quedé muda e inmóvil frente al espejo, esperando. Pero escuché tus pasos alejarse y bajar las escaleras...

Entonces caí en la cuenta de que la chanza iba a durar algo más de lo previsto...

La luz de aquel cuartucho no funcionaba. La pequeña ventana casi no dejaba entrar la claridad y la tarde estaba cayendo...

Te llamé, aporreé la puerta con todas mis fuerzas. Pero lo único que se oía era el tenaz silencio de aquel lugar perdido en medio del campo. De vez en cuando el rebuznar del animal que reposaba en el establo vecino y las estúpidas gallinas cacareando permanentemente.

Algunas lágrimas empezaron a brotar y salieron despedidas mejilla abajo. Sabía que con llorar no iba a conseguir nada. Solo me quedaba esperar.

Poco a poco la oscuridad se iba apoderando de todo. Las sombras crecían y me iban engullendo logrando que mi pequeña figura formara parte de aquel inquietante decorado. Las cajas se hacían más y más grandes y yo me sentía cada vez más diminuta, hasta que acabé sentada en el frío suelo sintiendo, que sin remedio, todo caería encima de mi y acabaría mis cortos días en alguno de aquellos receptáculos como si fuera un vetusto y polvoriento objeto más...

No se cuanto tiempo pasaría. Quizás fueran solo veinte o treinta minutos pero en mi extraña, e infantil, concepción temporal del momento, pareció una eternidad.

Pensé que me habías abandonado a mi suerte.

Ni siquiera oí tus pasos, solo vi que la puerta se abría. Apareciste, y aprovechando la luz de la sala contigua, como si nada, recogiste las cosas que habían quedado esparcidas por la habitación mientras te reías viendo mi carita de niña asustada y quitando importancia, a lo que supongo, fue para ti, una broma sin más. No se que pasó en ese lapso de tiempo porque en mi memoria se dibuja un macabro vacío. Mi último recuerdo es que sollozaba en un rincón del desván con los labios pintados de rojo y el sabor del maquillaje caduco mezclado con la salina de mis lágrimas.

Mi memoria borró esos instantes de angustia y desesperación, quizás para poder sobrevivir a algo que conscientemente, no puedo recordar.

Aunque, quien sabe, quizás una noche, en sueños sabré que sucedió, realmente, en esa tarde de encierro y rojo grana...


Roser


domingo, 25 de abril de 2010

A veces...




A veces la vida te da una oportunidad.

Te sumerge en tus propias pesadillas. Te pasea por tu particular averno y te descubre las emociones que escondías en tus más remotos paisajes internos. No te sorprende después de todo. Sabías que estaban ahí. Esperando el momento oportuno para iniciar el proceso.

Un tiempo para la re
flexión, para la transformación, para darme el lujo de sentir el dolor amargo de la valentía yerma de conocerme.
Un período necesario para la evolución.
No se cuanto tiempo pasará hasta que pueda comprender.

Cada batalla deja en mi las huellas de la lucha sangrienta cara a cara con tu sombra. Una sombra negra y alargada que me deja huérfana de luz y sosiego.

Quizás moriré en el enfrentamiento y dejaré esta existencia en la guerra contra ti, pero no dejaré de luchar.

Nunca.


Roser

sábado, 24 de abril de 2010

Señales



Hay quienes estamos atentos a las sutiles señales que la vida nos ofrece.

No siempre se pueden captar, por lo menos a la primera. A veces incluso ni nos damos cuenta del guiño que la existencia nos da en un momento dado, por estar absortos en otras materias que ocupan todos nuestros sentidos.

Pero... si estamos atentos, si poco a poco vamos desarrollando nuestra capacidad de percibir lo etéreo, lo intangible... tarde o temprano nuestros canales empezarán a recibir información no apreciable para muchos de los mortales.

Es un tesoro cada uno de esos instantes. Un momento único, cuando sentimos que algo mágico, que proviene de otro mundo, nos toca con sus alas el corazón. La emoción te embarga de tal manera, que sientes como una gran energía recorre tu cuerpo y los ojos se llenan de lágrimas por tan tremenda sensación.

Quienes hemos vivido este tipo de experiencias, sabemos que es todo un lujo el poder experimentarlas. Y, evidentemente, no hay rosas sin espinas, ya que también nuestra sensibilidad se agudiza y se sufre, con detalles, para muchos imperceptibles.

Y es que, en ocasiones, los detalles dicen tanto...

Las señales se reparten por doquier. En el trabajo, en el tren, en la calle, en un banco del parque, en una cafetería, en fin, en cualquier lugar.

Son encuentros con almas, mensajes subliminales, premoniciones, flashes, casualidades, sincronías, telepatía, etc.

Son... los códigos secretos que solo las personas sensibles podemos leer.