lunes, 14 de junio de 2010

Confidencias de Eloísa - VIII

Bastaban dos segundos, y una de sus furtivas miradas, para que se desencadenara en mi todo un torrente de deseo. Mi respiración se volvía agitada, mi cuerpo adoptaba una postura arqueada, mis labios se entreabrían, mi sexo se derretía acudiendo a él lo necesario para recibirlo con los brazos abiertos…


Pero esa noche con Harim quise que fuera diferente.


Le ordené que parase el coche frente a la puerta del cementerio. Me miró de soslayo con sus negros ojos y frunció el entrecejo. Apagó las luces del vehículo y ambos nos quedamos en silencio mirando al frente. El muro blanquecino reflejaba la luz de la luna, dándole un aspecto fantasmal al lugar. La reja parecía estar cerrada, y en el exterior solo se escuchaba el sonido de los grillos. Era una agradable y quieta noche de finales de primavera.


Harim se quitó el cinturón de seguridad y abrió la puerta. Empezó a andar mientras gritaba: ¡estás loca!. Y yo, chiflada de mi, salí de allí buscándole en la penumbra. Escuché sus pasos pero no podía verle. Guiada por la grisácea luz del muro llegué hasta la puerta y pude comprobar que no estaba cerrada con llave, me giré para llamarlo, y de la nada, como una sombra negra y silenciosa, apareció él. Aplastándome contra los barrotes se lanzó a mis labios deseosos, ahogando su propio nombre en mi boca.


Entramos en el camposanto, solo guiados por la tenue luz lunar. Las lápidas en el suelo reflejaban la fantástica luminaria. Por un momento, una de esas grandes planchas de mármol, me pareció una cama, un lecho blanco y frío que me invitaba a acercarme. Me senté en un extremo. Con la mano aparté la tierra y las hojas secas que el viento había llevado a su superficie…

“Te fuiste una mañana de otoño, nos dejaste tu arte, tu sabiduría y te recordaremos… siempre”

La palabra “siempre” parecía ajena a aquel lugar de muerte y finitud. La eternidad, paradójicamente, no parecía estar precisamente en él, pero pensé que, quizás, los recuerdos perduran más allá de la vida y la muerte.


Harim se sentó junto a mí. Me miró a los ojos. Sabía, instintivamente, que algo triste había pasado por mi mente. Me abrazó como si fuera el último minuto de nuestros días. Le sentí. Aquella vez, le sentí verdaderamente. Por un momento le tuve, fue mío y de nadie más. ¡Los dos parecíamos tan vulnerables ante la consciencia del regalo efímero de la existencia! Cuan triste era concebir que todo perece, todo marchita. Que nuestro cuerpo nos deja algún día y nuestros restos reposan bajo la tierra, en una obligada cárcel sin indulto.


Después de un largo abrazo, buscó mis labios y me besó con tierna dulzura. Pero en breve, la hoguera de nuestra pasión, volvió a encenderse y nuestras bocas se abrían buscando más allá. Me dejé caer sobre la fría losa y él me siguió.

- Te deseo tanto… susurraba en mi oído.

- Y yo... Hazme tuya Harim, poséeme… Le decía con voz entrecortada.


Apreciaba su sexo rígido clavarse en mi monte de Venus mientras me besaba el cuello. Mi vagina se deshacía en un mar de excitación solo de pensar en tenerlo clavado en mis entrañas.

Separé las piernas para sentirlo más próximo. Alzó mi vestido y apartó la ropa interior para rozar con sus dedos la abertura insinuante de mi vulva que se abría como una flor exaltada de vida. Llevó sus dedos a mi boca y me dijo:

- Esto me esclaviza. Tu néctar me enloquece. Tu aroma, tu sabor… Te odio Eloísa, te odio porqué me haces ser esclavo de ti…


No había acabado de pronunciar la última sílaba cuando le sentí entrando de manera furiosa en mi. Ocupando el húmedo vacío de mi ferviente cavidad. Se movía violentamente como si quisiera causarme daño. Me detestaba de una forma tan desesperada, con tanta exaltación, que en realidad parecía que me amara… En medio de aquella locura le rodeé con mis piernas para que no escapara, para que no acabara ese placer infinito.


Mientras él seguía embistiendo con arrebato, me decía:

- Las mujeres como tu deberíais acabar en el infierno. Eres mala Eloísa, eres mala… una bruja malvada que me hechiza con sus liturgias seductoras…


Cuanto más me hablaba, más placer me daba. Su voz cargada de ímpetu, y aquellas palabras, me hacían sentir el ser más poderoso del mundo.


El eco de nuestras voces resonaba en el silencio de la noche. Era como si cada suspiro, cada grito, cada palabra, recobrara fuerza al rebotar en los nichos y las tumbas. Como si aquellas almas que aguardaban entre las sombras, aclamaran dichosas, que alguien vivo les hiciera rememorar el placer terrenal de los cuerpos en conjunción. Un soplo de vida en aquel lugar sombrío y desolado.


Inesperadamente Harim prendió fuertemente mi cuello entre sus manos. Pensé que no seguiría pero presionaba más y más... y no me permitía apenas respirar. Entonces lanzó un aullido, y exclamando mi nombre, soltó mi dolorida garganta. La culminación de su goce se descargó en mi cuerpo. Pude volver a tomar aire, y repentinamente, sentí como mi propio éxtasis se hacía presente. Los violentos espasmos de placer extremo sacudían mi espalda sobre el duro, e improvisado camastro.


A pesar de todo… creo que me amaba.