
Envidia de esas veteranas piedras que se arremolinan a un lado del polvoriento camino. Que permanecen ahí desde tiempos inmemoriales pero que no son, no sienten. Solo están...
Envidia del viento que vuela libre. Que siempre está en movimiento. Que se enfurece, a veces, porque así es su naturaleza. Que se amansa, y nos regala generoso, la suave brisa del atardecer.
Envidia de las limpias aguas de ese cauce ancestral. Aguas que surcan río abajo hasta morir finalmente en el mar. Envidia de su fulgor y transparencia. Envidia de su frescor.
Envidia del sol que nunca se apaga, que cada día nos regala su calor. Envidia del majestuoso rey paternal que nos abriga, desinteresadamente, de la condena del frío silencio del espacio sideral.
Envidia, si. Envidia de los elementos de la naturaleza que te protegen, que te cobijan, que te aíslan de mi.
Ojalá, que la tierra que pisas, tiemble impía bajo tus pies, para que sientas la desnuda turbación, de tu primer contacto con mi ser.
Ojalá el aire te traiga el suave perfume de mi piel, y rememores con tortuoso anhelo, mi tacto, mi olor...
Ojalá, la salina del agua del mar, te recuerde fugazmente el sabor de mis últimos besos y padezcas eternamente, sed de mi...
Ojalá, que las llamas de la hoguera, te quemen por dentro para percibir, por un instante, como es de agitada, mi ardiente pasión.
Ojalá... puedas sentir algún día, la envidia que padece este pobre corazón.
Roser
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