martes, 27 de abril de 2010

Esquelas y vías férreas



Tanto daba si había sido un buen, o un mal, día en mi propia crónica personal. Cada jornada, el diario La Vanguardia, hacía acto de presencia en mi hogar.

No leía las noticias más allá de los titulares. Pensaba que todo era muy complicado para mi mente infantil. Pero curiosamente había una sección del periódico que me atraía enormemente y siempre era objeto de mi atención: las Necrológicas.

Repasaba las edades de quienes dejaban la existencia temiendo encontrar algún alma tan joven como yo... Normalmente quienes aparecían en esta página eran personas maduras, aunque, desgraciadamente, comprobaba como de vez en cuando, un niño o adolescente nos privaba de su presencia en el mundo de los vivos, y ello dejaba en mi todo un rastro de preocupación, ya que pensaba que, cualquier día, mi nombre podía aparecer también ahí.

Llegó un momento, de esta, mi extraña afición, en que anotaba el sexo de los difuntos, y calculaba la media de la edad de los que allí aparecían, creando así una tétrica estadística, muy poco propia de una niña de, aparente, candidez... Normalmente, la esperanza de vida, era hasta edad muy avanzada y no había de que preocuparse. Aunque claro, con estas cosas... ya se sabe, solo era cuestión de tiempo.

Supongo que, con esta temprana experiencia, empecé a ver la vida como una carrera contra reloj. Con la sensación de que el tiempo se escapa desde el primer momento de aliento, y de que en cualquier instante, tu nombre puede aparecer, en un público acto póstumo, en tan temida sección de un medio informativo.

Viví mi adolescencia y juventud a gran velocidad, pero llegada a la treintena puse el freno de mano y todo comenzó a sucederse lenta y pausadamente, como si ya no hubiera prisa, como si la vida me obligara a una parada obligatoria en mi camino.

He estado más de una década esperando en mi particular estación. Han pasado algunos trenes. Unos paraban, otros no. Yo siempre estaba ahí, pendiente, sentada, con la maleta preparada. A veces una de esas impresionantes máquinas me llamaba mucho la atención y deseaba subir pero, aunque esta abría sus puertas, no se detenía frente a mi, solo pasaba fugazmente ante mis ojos. Tenía que dar un salto y acertar de lleno para entrar por la abertura y no estamparme contra el duro metal. Al final el miedo me paralizaba y el tren se perdía en el infinito, dejándome, de nuevo, en el silencio de mi andén.

Pero todo aquello quedó atrás. Ahora escribo desde el interior de mi propia locomotora. De esta máquina, que yo misma inventé. Desde el tren de mi vida, hecho a mi imagen y semejanza.

Aunque no puedo evitar, alguna vez, ojeando el ejemplar del rotativo diario, repasar la sección de la despedida...


Roser








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