miércoles, 30 de marzo de 2011


Huyes.


En tu salida airosa dejas una estela de falso amor e improvisadas mentiras. Privilegias el gélido desapego a la sensación de sentirte preso del sentimiento. La cárcel de amor te mantiene reo de ella, te subyuga a su poder y tu orgullo no autoriza tal opresión. Dejas que el tiempo desvanezca lo que un día afloró entre su alma y la tuya. Tu inmadurez emerge una y otra vez y harían falta mil karmas para pagar este temor. Sientes la calidez de Venus, la pasión de Eros… pero, sin duda, es mucho mayor tu recelo al querer.

Diriges tus pasos al nuevo devenir, deshaciéndote de tu pasado y abandonándola al mutismo sepulcral de tu desdén. Ella… espera y desespera. Llora y perece en el recuerdo de aquello que pudo haber sido y no fue. No hay cura ni palabra capaz de sanar su maltrecho corazón. Ya no hay alimento para su veneración huérfana de tus besos de exportación. Su silueta femenina se adentra en el mar, un océano frío que acoge su lamento, su desconsolado sollozo, y recibe agradecido sus lágrimas que vuelven a su hogar, a la sal de la vida eterna donde descansa su ánima torturada.


Esta tarde alguien te dio la noticia. La muchacha enamorada se abandonó a los brazos de Neptuno y tu no hiciste nada para rescatarla del vetusto anciano del tridente. Dejaste que los mapas del tiempo y el inclemente silencio la separaran de tu existencia. Permitiste que algo mucho más importante que los dos se disipara como lo hace la neblina a media mañana. Acabaste con sus ilusiones, sus enardecidos sentidos, su llama febril. Rehusaste en realidad, amigo mío, el mejor regalo que te brindó la vida.

Hoy te muestras vacío de esperanza y repleto de dolor frente a las olas. Y como cada jornada el aire te trae el lamento femenino de aquella que murió sin tu amor, y que sencillamente, no quiso vivir sin ti.


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